El Evangelio y Las Ordenanzas Militares

Días atrás, encaminábame yo por la puerta Boro—vitzky; bajo la puerta había un viejo mendigo cojo, con las orejas vendadas con un trapo. Saqué mi bolso para darle limosna; en el mismo momento vi desembocar del Kremlin a todo correr, un joven granadero con abrigo de piel de cordero, rostro colorado y aspecto marcial. Al ver al soldado, el mendigo levantóse aterrorizado y echó a correr a toda prisa hacia el jardín de Alejandro. Persiguióle el granadero, pero se detuvo antes de alcanzarle, vociferando contra el desgraciado. Yo esperé al granadero; cuando se halló éste junto a mí le pregunté si sabía leer.
— Sí, ¿y qué? 
— ¿Has leído el Evangelio? 
— Sí. 
— ¿Has leído: "El que dé de comer al hambriento...?" 
Le cité el pasaje. El lo recordó y me escuchó hasta el fin. Vi que se turbaba. Dos transeúntes se habían parado y nos escuchaban. El granadero parecía despechado al ver que había incurrido en falta, por decirlo así, cuando cumplía su deber expulsando a la gente de un lugar en donde estaba prohibido detenerse. Estaba turbado y buscaba una disculpa. De pronto, en sus ojos negros e inteligentes brilló una luz. Miróme por encima del hombro y dijo: "¿Y has leído tú las ordenanzas militares?" Le respondí que no.
— Entonces, no puedes decir nada — replicó el granadero con un movimiento de cabeza victorioso; y abrochándose el capote de piel de carnero, se llegó tranquilamente a su puesto.
En toda mi vida, este es el único hombre que he encontrado que haya resuelto con excelente lógica la eterna cuestión que se alza ante mí y que se alza ante todo hombre que se llame cristiano. 

"¿En qué consiste mi fe?" (León Tolstoi)

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